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Romero

Publicado: 2012-11-26

Erick Ramos Solano

No hay, en el cine norteamericano de la década de 1980, imágenes más elocuentes de la violencia en El Salvador que las protagonizadas por Raúl Juliá en la película ROMERO, de 1989, escrita por John Sacret Young, dirigida por el australiano John Duigan, realizada en Morelos, México, y censurada por el gobierno derechista de Alfredo Cristiani y la Alianza Republicana Nacionalista (ARENA). Me refiero a aquellas donde el sacerdote, vestido completamente de negro, camina sobre un terreno baldío lleno de cruces y tumbas, sobre el que luego cae de rodillas, en trance bíblico, abatido irremediablemente en la profundidad de todo su ser por tanta muerte.

Arnulfo Romero era un ratón de biblioteca, un estricto teólogo educado en Roma poco encariñado con asuntos burocráticos, alejado acaso con recelo —antes de ser nombrado Arzobispo Metropolitano en 1977—, de la compleja realidad social que lo rodeaba. Algunos sacerdotes y laicos consideraron su elección como la de un conservador, un protegido de Pablo VI, dispuesto a contener y corregir esos focos de la Iglesia arquidiocesana salvadoreña que cumplían, en esos días, un rol de militancia abierta y radical contra la represión militar. Este hombre sin embargo, tal vez sin proponérselo desde un inicio, pudo de manera ejemplar conectar su fe con el ejercicio político como una necesidad, casi desesperada, de búsqueda de una solución pacífica a la violencia de su país.

En un discurso al recibir el Doctor honoris causa de la Universidad de Lovaina, en Bélgica —semanas antes de ser asesinado por un francotirador, agente de un escuadrón de la muerte organizado y dirigido por miembros del partido ARENA, mientras oficiaba misa en la capilla de un hospital—, advertía que «la dimensión política de la fe cristiana» sólo podía ser desde la opción por los pobres, esto es: aquellos grupos campesinos o civiles salvadoreños convertidos, durante décadas, en víctimas silenciadas e invisibles.

Romero creía comprender entonces muy bien qué era lo que pasaba. Decía haber aprendido «la hermosa y dura verdad de que la fe cristiana no nos separa del mundo, sino que nos sumerge en él; de que la Iglesia no es un reducto separado de la ciudad, sino seguidora de aquel Jesús que vivió, trabajó, luchó y murió en medio de la ciudad» (IDEA/IIDH, 2006). Estos ecos iniciales de la Teología de la Liberación (Gustavo Gutiérrez era ya el más popular teólogo de la realidad latinoamericana luego de la Conferencia Episcopal de Medellín en 1968), que parecía haber redescubierto en medio del caos y la desolación, le permitió encontrar una posición entre ambos fuegos.

Fue entonces percibido de inmediato como un enemigo, un sacerdote incómodo para los círculos militares, un hombre en favor de las causas subversivas. Esto sucedía en El Salvador, antes que se diera inicio al proceso de violencia de doce años (1980-1992). Aunque en realidad, al igual que en países como el mío, la violencia pudiera registrarse mucho más atrás, en el tiempo y en el espacio, y las Comisiones se encarguen de registrar sólo un período.

Tal vez, nadie como Roque Dalton —asesinado en 1975 por la guerrilla que había defendido— haya logrado registrar poéticamente la historia de su país, desde las expediciones de la conquista hasta la época contemporánea, en Las historias prohibidas de Pulgarcito (Siglo XXI, 1999), libro singular que no podría entenderse, dicho sea de paso, sin la monografía profundamente marxista y maoísta que escribió sobre El Salvador para la Enciclopedia Popular de Cuba en 1965.

Pero no sería sencillo entender la figura de Romero de otra manera sin comprender las nefastas repercusiones de la persecución que el Estado salvadoreño hizo a la Iglesia en esos días donde, según informes y testimonios, se mataba curas por grandes cantidades de dinero. En menos de tres años se había asesinado, torturado, desaparecido, vejado y calumniado a decenas de sacerdotes y religiosas. Esa participación, esa defensa que Romero llamaba de los pobres, «en este mundo explosivo de lo socio-político», no era otra cosa que la respuesta, desde la reflexión de su propia fe cristiana y la soledad frente a la represión, a la violencia.

En otro momento de la película, Arnulfo es apresado por militares y ubicado muy cerca de la sala de torturas de un cuartel. Desesperado, aturdido por los gritos de sus compañeros, pide a los guardias que los dejen en paz. Es en ese instante que el personaje parece perder la razón, entrar a un lugar oscuro donde no hay escapatoria, a un rincón de la celda inmunda de la insensatez. El Informe de la Comisión de la Verdad, titulado no gratuitamente De la Locura a la Esperanza: la guerra de los Doce Años en El Salvador (1993), señala que el asesinato causó un grave impacto moral, espiritual y psicológico, y que fue además el preludio del mismo conflicto armado interno: el año 1980, cuando Romero fue ejecutado extrajudicialmente, se vivía un período de verdadera pugna política entre la sociedad y los sectores militares de extrema derecha, en el escenario de una efervescente movilización social que daría inicio a la masacre, la guerra abierta entre el gobierno militar y la guerrilla del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN).

Para este Informe, la violencia fue «una llamarada que avanzó por los campos de El Salvador, invadió las aldeas; copó los caminos, destruyó carreteras y puentes, llegó a las ciudades, penetró en las familias, en los recintos sagrados y en los centros educativos, golpeó a la justicia y a la administración pública, la llenó de víctimas» (1993:1). Las similitudes con la violencia vivida en el Perú son muchas. No obstante, son las diferencias de su propio proceso histórico las que la asemejan de manera tan particular con el escenario de un conflicto social marcado por el terrorismo de Estado y la insania de un movimiento comunista, basado en el arrasamiento y el odio hacia los semejantes.

Lo que quiero decir es que, como en el Perú, la esencia del proceso salvadoreño —tal vez al igual que el guatemalteco—  no se explicaría sólo por lo político (lo que en la lucha por el poder se gane o se pierda en desmedro de sus instituciones y el quiebre de un sistema capitalista o de explotación), sino principalmente por lo cultural, por el propio desenvolvimiento de la sociedad salvadoreña, su agenda humana y su conciencia de nación, desde su independencia o república hasta el gobierno que hoy ejerce la guerrilla como partido legal.

La violencia en la zona central del continente americano tiene claras raíces en la complejidad misma de su concepción como sociedad, en el reconocimiento del otro como uno mismo, en el valor de la persona humana, en ese rastreo casi esquizofrénico y lamentable, posible en el lejano alcance de los siglos, de lo que se ha llamado «nación» en Centroamérica a través del desprecio del indio, el campesino, el pobre. Pero me equivoco: la violencia no se puede explicar, en ningún lugar y bajo ninguna circunstancia. Es inútil.

Romero es un ejemplo fiel del grado de participación política que tuvieron todos los sectores de la sociedad salvadoreña durante lo que ellos llaman efectivamente «la guerra civil». Una participación, por supuesto, en defensa de la vida humana. Qué lejos estoy entonces de mi país ahora. Le doy a Buscando América, pienso en Romero y oigo ese genial estribillo de Rubén Blades otra vez.


Escrito por

EPAF

El Equipo Peruano de Antropología Forense (EPAF) es una organización civil sin fines de lucro que se dedica a la búsqueda, recuperación e identificación de los más de 15.000 peruanos que continúan desaparecidos, tras dos décadas de conflicto. El EPAF utiliza l


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Desaparecidos... ¿Hasta cuándo?

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