Originarios
Erick Ramos Solano
Una tarde, almorzando en Lima con una jovencísima antropóloga chilena, pude conocer, en menos de una hora, la situación de los pueblos aborígenes del vecino país del sur. Con total claridad y perspicacia, me hizo entender que el maltrato hacia los indígenas no sólo podía ser un problema de sociedades escindidas como la nuestra.
Los pueblos originarios de Chile habitaron ese largo territorio escarpado de la costa sudamericana. Eran tantos y diversos como al norte pero no dejaron una huella histórica permanente. Se les divide en llamados pueblos «agroalfareros» y «preagroalfareros» —nombres por demás espantosos que denotan siempre, desde el punto de vista científico, ese fracaso cultural que supone la existencia del Otro—; se cree que fueron influenciados por culturas andinas peruanas y que no lograron un vuelo similar a éstas mientras se desarrollaban civilizaciones tan complejas como la del Cuzco.
Si bien algunos grupos subsisten, no era un misterio —ni mucho menos un motivo de celebración— para mi interlocutora confesar que el destino de los otros haya sido la extinción total e irreversible a causa, principalmente, de genocidios.
El Estado chileno reconoce hoy la existencia de nueve «pueblos originarios». Aunque estamos hablando de un poco más de 692 mil personas (menos del cinco por ciento de la población al empezar este siglo), éstas persisten en la defensa de derechos que, a pesar de su presencia en un papel, les son negados. Estos pueblos indígenas, cada vez menos en población, sufren hoy diversas formas de discriminación, viven en pobreza y desempleo, y corre peligro la preservación de sus lenguas maternas y el valor histórico que poseen debido a que siempre se les ha excluido de políticas curriculares educativas.
Si quisiéramos comprender entonces un poco la burla sufrida por Aroldo Miveco y la etnia Bora del último y exhausto boom del reality-show de la televisión chilena —más allá del histórico maleteo entre nosotros—, podríamos empezar por entender cómo Chile se mira a sí misma, en oposición a sus propios pueblos originarios.
Sin embargo, no deja de ser motivo de reflexión la manera cómo nosotros mismos nos reconocemos, ya no sólo a causa de incidentes como el de un set de televisión esperpéntico y pachotero, sino más allá de la monserga multicultural que el Estado nos vende, un documental gastronómico en Europa, las casonas coloniales o Machu Picchu.
Si la televisión chilena demostró esa visión torpe, por decir lo menos (al preguntarse, por ejemplo, si era posible que un selvático tuviera una cuenta en Facebook), de lo diferente, ¿qué patrones maneja la nuestra, sin olvidar su papel frente a los últimos conflictos sociales? O, a través de nuestra historia, ¿qué visión de nación hemos logrado cultivar desde las terribles masacres causadas por el boom del caucho mientras en Lima se trataba de reconstruir una nación empobrecida luego de la guerra con Chile?
La selva está casi vacía, es salvaje y está habitada por chunchos. Es parte de nuestro territorio pero parece deshabitado; lo desconocemos pero sigue ahí, luego de los Andes; bailamos cumbia, bebemos masato, celebramos las fusiones de Bareto o el ritmo de Los Destellos pero el indio, inferior y postergado, sigue siendo indio, como el campesino un retrato de fotografía en esas postales que me llegaban del Perú cada cierto tiempo. ¿Cómo defender pues aquello que desconocemos?
No creo que sea sólo un asunto de estereotipos o creencias que se juegan día a día a través de los medios de comunicación, la escuela o la familia. El problema tiene un origen mucho más profundo atornillado, por decirlo de alguna manera, en nuestra alma. Son las murallas invisibles que existen en nuestra sociedad, como esas mallas que se colocan en algunos hoteles al pie de un río en medio de la selva para evitar que los mosquitos entren y, con ellos, la selva misma, auténtica y poderosa.
Siempre nos ha sido y es difícil comprender lo importante que puede ser que los pueblos originarios de nuestro país vivan una ciudadanía completa, no sólo en el ejercicio natural de sus lenguas maternas y en la explosión de su saber cultural, sino en la relación vital con un Estado que no sólo debería protegerlos sino incluirlos en el plan trazado, si es que tenemos uno, para los próximos cincuenta años.