El eterno ausente
Erick Ramos Solano
Frente al Prinsengracht, quizás el más largo y sencillo de los canales de Ámsterdam, se ubica la casa en la que la familia Frank se refugió durante el régimen nazi y Ana, la menor, escribió su diario.
Al llegar Hitler al poder en 1933, Otto y Edith Frank, de origen judío, y sus hijas, Margot y Ana, huyeron a Holanda. El padre fundó entonces dos empresa en la calle Prinsengracht 263. En mayo de 1940, el ejército alemán ocupó el país y, desde julio de 1942 (hace setenta años), la familia pasó a la clandestinidad, ocupando la parte trasera del edificio.
Al cumplir trece, los padres de Ana le regalaron un diario. El diario que sería uno de los más importantes, desgarradores y originales documentos supervivientes de la persecución antisemita durante la Segunda Guerra Mundial, escrito con pasión por una adolescente en el destierro.
El 4 de agosto de 1944, cuando parecía ya inminente el avance de los aliados luego del desembarco en Normandía el 6 de junio del mismo año —y Ana seguía con fervor las noticias de la BBC—, el servicio de seguridad alemán irrumpió en la casa y se llevó a todos al campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau. Ana moriría de tifus luego de ser trasladada a Bergen-Belsen, un campo militar para enfermos y desahuciados, en octubre de 1944.
El lugar, por supuesto, es enorme, alto y frío. Lleno de pasajes, escaleras, puertas y ventanas clausuradas. Aquí llega gente de todos lados: familias enteras sin cámaras, grupos escolares con guías, ancianos con bastón y bufanda. Para poder ingresar a las habitaciones del refugio de los Frank, no obstante, hay que pasar una estrecho umbral, cuya puerta es una estantería, fabricada entonces para dicho fin, conservada hoy intacta, con sus archiveros amarillos. Luego, sólo hay habitaciones vacías.
Uno trata de imaginar y comprender no sólo el terrible destino de un encierro larguísimo, sino el miedo y el peligro de ser visto y delatado, pisando los lugares donde Ana estuvo, mirando en las paredes las marcas que ella dejó, mirando el techo que ella misma miró, deseando salir.
Otto Frank —el único sobreviviente—, al convertirse la casa en museo en 1960, decidió que permaneciera sin muebles. Este vacío, dijo, simbolizaría el vacío de millones de personas deportadas que nunca regresaron o desaparecieron en la oscuridad del terror del régimen nacionalsocialista.
¿Cómo lograría representar, me preguntaba, el llamado Lugar de la Memoria en Lima, la enorme ausencia de miles de peruanos torturados, asesinados y desaparecidos durante el conflicto armado interno (1980-2000) y, en ella, la fatal y horrible consecuencia del abuso y el fanatismo de los grupos terroristas y la prepotencia del Estado sobre pobres e inocentes, la perversa concepción de nación que hemos forjado como sociedad escindida, injusta y desmemoriada?
Tal vez, el edificio que se construye frente al mar debería estar también vacío. Salas, pasillos, habitaciones sin artefacto alguno. O tal vez debería abarrotarse de objetos, documentos y fotografías, salas de conferencia, librerías y cafés. No importaría mucho si al salir o concluir la visita, diéramos de nuevo con la triste realidad de la eterna ausencia de paz, verdad y justicia, en un país donde parece no tener significado la vida humana.