La vida en lucha
Erick Ramos Solano
La primera vez que la vi fue por televisión. Era un niño cuando la noticia del hallazgo de los restos de nueve estudiantes y un profesor universitarios, en medio de una quebrada de Chavilca en Cieneguilla, daba la vuelta al mundo.
Ella era tan joven entonces, con esa moda del jean, las zapatillas y el cabello recogido, rodeada de periodistas, fiscales con saco y congresistas tapándose la boca, sentada sobre una piedra frente a una fosa que, silenciosa y polvorienta, parecía abrirse perpetua como un mal sueño.
Esa tarde tuve miedo. Miedo de que la muerte de inocentes (pues me era claro, aun a esa edad y aunque no la conociera, que todo era una irremediable tragedia tratada como un obsceno show terrorífico), llegara y tocara la puerta de mi casa.
Muchos años después, conocí a esa chica menuda entonces, de gafas y voz enérgica. Su nombre es Gisela Ortiz. Ella, por supuesto, es sólo una entre tantas mujeres, en la larga historia de injusticias de este mundo, que de pronto deciden luchar para sobrevivir la muerte.
Aunque sé muy bien que apelo a la subjetividad, comprendiendo que la ausencia de un hermano o un hijo es amarga pero también colectiva, nada reemplazará esos años en los que, junto a ella, pude conocer la terrible e indignante situación de centenares de familias de más de quince mil desaparecidos, agazapadas en los villorrios alejados del país o en los barrios más marginales de Lima, víctimas del terror de Estado durante el conflicto armado interno.
Comprendí entonces, trabajando junto a ella y Carmen Amaro, hija de Raida Cóndor —cuyo hijo, Armando, sigue desaparecido—, que sentir miedo era posible sólo si se tenía valor, es decir: valor para luchar a pesar y en contra de ese miedo.
Quiero recordar eso. Pues hoy, ya que no tenemos los peruanos otra forma de vivir que luchando, sobre todo ahora que tanto nos golpean, a veinte años del crimen de la Universidad Nacional de Educación Enrique Guzmán y Valle, La Cantuta, por parte de agentes militares del siniestro «Grupo Colina», no puedo ni quiero escribir sobre la muerte —o el registro de ella que un informe oficial narre cronológicamente—, sino de la vida.
Por supuesto que no debe olvidarse no sólo la cobardía del abuso contra jóvenes estudiantes o un profesor, vejado en su propia casa, el coche-bomba en Miraflores, la desaparición de restos durante el juicio a Fujimori, los huesos grandes, los tórax; los cuatro ataúdes, las pruebas fehacientes de la descomposición, calcinación (más de 600°) y ejecución sobre la huella de armas de fuego en los cráneos —hoy que las pericias en el Perú parecen ser valoradas menos que un caramelo de limón—; la amnistía, la escalera de Martin Rivas, la bancada fujimorista, la indiferencia, Fujimori y su hija, sino también las vidas apagadas de Enrique Ortiz Perea, Armando Amaro Cóndor, Bertila Lozano Torres, Dora Oyague Fierro, Robert Teodoro Espinoza, Heráclides Pablo Meza, Felipe Flores Chipana, Marcelino Rosales Cárdenas, Juan Mariños Figueroa y Hugo Muñoz Sánchez.
Pero estos peruanos, muertos en manos de militares, en ese lugar más oscuro de las dictaduras cleptómanas y sinvergüenzas, dejaron un vacío en el alma de otros seres humanos, como el gran vacío que han dejado otros miles de inocentes en los últimos años, desde la quema de ánforas en Chuschi hasta las protestas en Cajamarca.
Siempre pensé, embarcados en una empresa contra el tiempo: reclamar el derecho que tenemos de saber la verdad, enterrar nuestros muertos y tener justicia —como en esas comunidades pobres del sur ayacuchano—, si era posible preguntarse a veces qué tanto podían ayudarnos Luis Enrique o Armando desde el cielo. Si era que podían, si era que existía entre muertos y vivos una conexión, desde hace miles de años, que pudiera darnos una victoria, aunque ésta fuera silenciosa y efímera.
No sólo ocurrió un asesinato. Desde ese momento, la irremediable decisión de dedicar la vida a luchar, no sólo para conseguir la justa condena de quien debía ante todo proteger la vida humana desde Palacio, sino para que hoy centenares de hombres y mujeres —en la siempre necesaria ayuda a quienes siguen viviendo en la marginación y el aislamiento—, sepan que no deben descansar, detenerse o vacilar en luchar por una sociedad más justa y en paz. Porque la vida en lucha es eso, toda la vida.