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II El cuarto oscuro

Publicado: 2012-06-10

Erick Ramos Solano

Hay a un lado de la sala un cuarto oscuro, tapado por largos paños negros parecidos a la tela áspera de un telón teatral. Dentro no hay nada; absolutamente nada. ¿Para qué una habitación sin material ni documentos?, nos preguntamos. La respuesta es sencilla y a la vez perturbadora.

Andreas Steinkamp, nuestro guía, nos dice que entremos. Algunos sonríen; otros no se deciden. Luego de unos minutos sin embargo, tal vez porque confiamos en él más de lo que cree, atravesamos las telas negras en silencio.

Dentro uno pisa tablas de madera, similares a aquéllas de los vagones que transportaban a judíos a los Konzentrationslagern. El objetivo del cuarto, estrecho y alto, es entender el pavor y el silencio que cundía en estos oscuros vagones al ingresar, y la irremediable certeza del destino que podía depararles una vez dentro: la muerte.

La casa perteneció a Rudolf ten Hompel, poderoso ciudadano alemán miembro del Partido de Centro Católico y dueño de fábricas de cemento en Münster en la década del veinte. Durante la gran depresión económica de inicios de los años treinta en Europa cayó en bancarrota.

Luego de un tiempo, fue denunciado por malversación de fondos y condenado a prisión. La villa y la residencia pasaron entonces a ser propiedad del tesoro nacional y Rudolf ten Hompel se trasladó a Múnich sin pena ni gloria donde murió en 1948.

Durante la guerra, en efecto, la lujosa residencia fue utilizada como domicilio de las fuerzas policiales regionales, convirtiéndose en símbolo de la injusticia nacionalsocialista concebida sobre escritorios. Hoy, es un «Gedenkstätte» o memorial de la Segunda Guerra Mundial.

Tal vez fui el único en la sala que recordó de inmediato otro cuarto oscuro en el Perú. Recordé Huamanga y el Museo de la Memoria de ANFASEP. Recordé la réplica exacta de un calabozo utilizado durante el conflicto armado interno para la tortura del campesino. Uno no puede dejar de sobrecogerse por el dolor y el odio que dos enormes muñecos transmiten, mientas uno se asoma a través de una puerta de metal cerrada. Un hombre de rodillas recibe golpes mientras que un oficial de pie lanza los puños apretando los dientes. El rostro de la víctima no puede ser más explícito, lleno de sangre y tumoraciones. Tampoco el del soldado, en pantalón y chompa negra.

Ambos explican, qué duda cabe, la esencia de la guerra interna que vivimos, y que deberíamos atrevernos a preguntar si en realidad ha terminado: el abuso y el desprecio contra el pobre y analfabeto representado en el violento encuentro entre el Estado y la sociedad en donde, de manera irremediable y trágica, no hay lugar para la protección o la asistencia, sino el arrasamiento, el desprecio y el engaño.

La sala tiene además, entre fotografías, fragmentos de testimonios de policías de esta región que asesinaron a centenares de judíos el 12 y 13 de julio de 1941. Destacan, sin embargo, testimonios como el de Paul D. Este oficial cuenta que, en medio de las órdenes superiores, deseaban aminorar el sufrimiento de quienes sabían debían de todas maneras eliminar.

«Es war furchtbar heiβ und die Juden haben sehr gelitten. (...) Es haben mehrere Kollegen Wassar verteil, bis der Zugführer es verbot. (...) Als W. uns verbot, den Juden Wasser zu geben, erklärte er, die Juden müßten körperlich und seelisch so fertig gemacht werden, daβ sie gern sterben würden» (Hacía un calor terrible y los judíos sufrían demasiado (...). Varios compañeros distribuyeron agua pero el líder del pelotón lo prohibió (…). Al prohibirnos dar agua a los judíos, W. nos dijo que debían ser agotados hasta tal punto que desearan morir).

Uno de los becarios se llama Frank Torres y es peruano. Hará un doctorado sobre criminalidad del Estado en la universidad de Constanza, al sur del país. Mientras toma fotografías, nos habla de un libro de Derecho cuyo título en alemán dice es: «De Hitler a Fujimori…». Confieso que nos ha dado mucha curiosidad. Le hacemos más preguntas sobre el dato que acaba de darnos pero, tan reservado como es, atina sólo a decirnos que el libro está en la Biblioteca de Münster.

Wladislau M., otro soldado bajo el mando de Heydrich, confiesa cómo ejecutaban a los prisioneros en enormes fosas comunes. Las tropas acordonaban el lugar, al borde de la tierra removida, y disparaban sin reparo. Era una jornada sin fin cuyo objetivo parecía ser acabar con todos los seres humanos de la tierra. «Eigentlich wurde die Opfer sofort, wenn sie vom LKW sprangen, in dieses Spalier hineingeprügelt. Die bedauernswerten Menschen schützten ihren Kopf, indem sie die Arme vors Gesicht hielten und nun durch dieses Spalier eilten». (En realidad, cuando la víctima saltaba del camión era golpeado de inmediato en la fosa. Los miserables protegían sus cabezas colocando los brazos sobre sus caras, luego de caer en ella). Wladislau calcula que alrededor de quinientas personas fueron asesinadas esos días.

Gerhard D., por otro lado, cuenta cómo eliminaban a sus víctimas como prueba fiel de la maquinaria de exterminio en la que el Tercer Recih se había convertido y, especialmente, del terrible cambio o «Veränderung» que la policía había sufrido dejando de ser ya el personaje protector de niños que los alemanes celebraban a inicios del siglo XX.

«Ich habe 18 mal geschossen. Das Vergiβ man nie. Mir war elend zumute. Nur Richard T. hat mit Erfolg versucht, von den Erschieβungen freizukommen. (...) Die Leichen wurden zugeschaufelt und die nächsten Juden muβten sich auf die Leichen stellen. Nach jeder Salve traten wir seitlich heraus». (He disparado dieciocho veces. Nunca lo olvidaré. Me sentía muy mal. Sólo Richard T. ha intentado con éxito librarse de disparar. (...) Los cuerpos eran traídos con palas y los judíos que llegaban tenían que ponerse al lado de los cadáveres. Luego de cada explosión nos íbamos a un lado).

A un rincón de la sala, finalmente, se completa el escenario de la memoria del genocidio de esta casa antigua: una escopeta. «Die Karabiner» (o carabinas) fueron el «Standardwaffen» o arma reglamentaria de la policía, junto a un cuchillo de mango negro y brillo muerto.

El arma reposa dentro de una vitrina, hecha toda de madera y con el pico del fusil ennegrecido.


Escrito por

EPAF

El Equipo Peruano de Antropología Forense (EPAF) es una organización civil sin fines de lucro que se dedica a la búsqueda, recuperación e identificación de los más de 15.000 peruanos que continúan desaparecidos, tras dos décadas de conflicto. El EPAF utiliza l


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